Era un 9 de agosto de 1821 cuando las autoridades de la provincia de Buenos Aires, entre decenas de tareas, dispusieron instalar una casa de altos estudios y, a tal fin, se aprobó el Edicto de Erección de la Universidad de Buenos Ayres.
Se transitaba un difícil momento político, institucional, económico; lo peor todavía estaba por venir: la anarquía, la desunión entre las “provincias” y otros sucesos. Había muerto Manuel Belgrano; terminaba de sucumbir Martín Miguel de Güemes, seguía luchando José de San Martín en territorios del Perú y planificaba la futura entrevista, en Guayaquil, con el venezolano Simón Bolívar.
En Buenos Aires, un territorio rico (si se compara con el resto), extenso, con un desembarcadero y una aduana, bajo el mandato del Brigadier general, gobernador y capitán general de la provincia, Martín Rodríguez, y la pasión del secretario de Gobierno, Bernardino Rivadavia, había vericuetos “ilustrados”, deseos de potenciar aquello bueno que dejó la España colonial y sustituir lo otro, imputado casi como negativo: por ejemplo la no existencia de una institución educativa en la “ciudad capital”, que completase las oportunidades que brindaba la de Córdoba (que más de uno imputaba vetusta).
A los tres días de aquel edicto, se concretó la ceremonia inaugural. Para dirigir la entidad se pensó en el religioso Antonio Sáenz, quien redactó el reglamento pertinente (que, con pocas variantes, rigió hasta la aprobación de la ley de 1885); con cinco departamentos: de Medicina, de Matemática, de Jurisprudencia, de Ciencias Sagradas y de Ciencias Preparatorias.
No era fácil cursar las carreras: había que tener aprobado el nivel medio, estar dispuestos a “dedicarse” por completo al aprendizaje, amén de resuelta la solvencia económica. La distancia fue un factor que actuó como obstáculo para quienes vivían en el “interior”, por eso su matrícula inicial fue reducida. Pasados los primeros años, entró en una suerte de cono de sombras, para tomar impulso después de 1852.
El primer Departamento de Medicina fue guiado por el barcelonés Cristóbal M. de Montufar, asistido por tres docentes: Francisco Cosme Argerich, Juan Antonio Fernández y Francisco de Paula Rivero, responsables de las cátedras de Instituciones Médicas; Instituciones Quirúrgicas; Clínica Médica y Quirúrgica. Los estudios duraban cinco años, consultando bibliografía europea, con una franca aspiración por transformarse en buenos profesionales, tras rendir la tesis; las primeras que se conservan datan de 1827.
En paralelo se abrió la Academia de Medicina (responsable de una publicación de limitadísima duración: Anales de la Academia de Medicina de Buenos Ayres). Tuvo íntima vinculación con la universidad (asesorando sobre docentes, cátedras, contenidos y otros asuntos) y con el Tribunal de Medicina, organizado tras la clausura del Protomedicato que existía desde 1780.
En resumen: el paradigma europeo (universidad, academia, publicación erudita seriada) estaba firme.
Fue nacionalizada en 1880 y, en el presente, se la conoce como la UBA.
Norma Isabel Sánchez